El legado perdido de la República

 

 

 

 

Escuela municipal Montessori, 1932

 

 

Coeducación      +

Cartilla de civismo y derecho, , Lecciones de lenguaje, Libro de la naturaleza, Cartilla de aritmética

Formación cívica y científica

 

Clase activa en el grupo escolar Luis Vives, 1931

 

 

       +      Escuela activa

 

Sol Albizu no conoció el legado pedagógico de la República. Los sublevados franquistas acabaron con un modelo de escuela luminoso.

La escuela de la República tuvo un carácter renovado. Estaba inspirada en los principios de la actividad, el trabajo crítico, la formación científica, la coeducación, el laicismo, la ausencia de castigo físico y la vida en la naturaleza.

Sol Albizu no pudo conocer el legado de la República. Pero otros sí pudieron. Fue el caso de Francisco González Ledesma, periodista y novelista, nacido en Barcelona en 1927. Y vamos a conocer de su propia mano cómo vivió la escuela durante la República.

La infancia de Francisco González transcurrió durante el período de la República. De este tiempo habla en sus memorias, Historia de mis calles (Planeta, 2006). Se trata de un relato muy ágil, tierno y con un sentido del humor sorprendente.

Habla el autor en este fragmento del tiempo de la guerra civil y también de los años anteriores a 1936. Por la situación del país, resulta especialmente dramático el contraste entre la escuela y la vida, pues la escuela fue un espacio lleno de esperanza, afecto y progreso comunitario.

 

 

 

 

Represetaciones de la República, y el lema “libertad, igualdad y fraternidad”

 

Las escuelas de Francisco

 

Durante la guerra civil fui una temporada a una academia que estaba en un piso de la calle Blasco de Garay, regentada por un maestro tan absolutamente miope que no veía a los alumnos. Al acabar la guerra, los ocupantes descubrieron que era un fascista y miembro de la quinta columna, por lo que le dieron un fusil con el cual defender España. Terrible error, porque aquel maestro ciego pudo empezar matando al jefe provincial del Movimiento.

     Cuando mamá pidió que me admitiera en su academia, él dijo que era terriblemente difícil.

¾Hay muchas peticiones. Mire. Me he tenido que comprar esto para poner las listas de los aspirantes.

Y nos enseñó un gancho de retrete. La mayor parte de los lectores no sabrán lo que es eso, por lo cual los felicito. Pero en aquella época se utilizaban esos ganchos para colgar en ellos recortes de periódico que servían como papel higiénico. Se ve que el maestro contaba tener docenas de papeles con centenares de nombres.

Me admitieron, pero no aprendí nada. Lo único que saqué en limpio de allí fue una rebanada de pan diaria, que a los ni­ños de la guerra nos regalaban por caridad los hermanos cuá­queros.

 

 

 

 

Cartel de la República alusivo a la situación de la infancia y la fecha del 19 de julio, en que se reacciona a la revuelta de los sublevados. Apela a la solidaridad en vez de la caridad.

 

 

El maestro es considerado el primer ciudadano de la República. En el cartel, en catalán, “los pioneros trabajan por una infancia culta”

 

 

Cartel con el lema “Escola nova, poble lliure”

 

 

Pero antes de eso hubo un colegio sagrado en el que sí que aprendí. Me emociono cuando paso ante él, porque aún exis­te. Está en la calle Lleida, junto a un parque de bomberos, y ahora se llama Jacint Verdaguer, o algo parecido: no ha varia­do su pintura, son las mismas sus puertas, sus ventanas que da­ban al tiempo nuevo, su aire respirado por miles de niños que existieron un día.

Lo regentaba entonces el Patronato Escolar de la Generali­tat, que era una institución magnífica. Te regalaban las libre­tas, los lapiceros, las plumillas, la fe en ti mismo. Puestos a re­galar, te regalaban la esperanza. Los maestros, de inmaculada bata blanca, eran los mejores que he conocido. El suelo, las escaleras, eran de un mármol tal que los niños pobres no ha­bían pisado nunca.

Consciente la Generalitat de que Barcelona es una ciudad bilingüe, ofrecían enseñanza gratuita en castellano o en cata­lán. A mamá se lo preguntaron cuando me llevó allí, sujeto de la mano.

¾¿Castellano o catalán?

¾Catalán -pidió mamá-, porque el castellano ya lo ha­bla en casa.

De modo que yo aprendí a escribir en catalán, y hoy sería un escritor catalán, también seguramente pobre, de no haber existido los cuarenta años de franquismo. (...)

 

Los maestros de la bata blanca tenían el alma blanca. Nos enseñaban esas cosas tan sencillas, tan sencillas que la vida está contenida en ellas: el amor a los animales, la amistad al com­pañero, la fe en el país, el respeto a los muertos. Nunca hubo, ni en aquella época tormentosa, una palabra de rencor. Si en la calle había sangre, en nuestro colegio siempre hubo espe­ranza.

(…)

 

 

 

 

Niños de colonias juegan a ajedrez con el pedagogo Artur Martorell

 

 

 

 

Escola del Mar: instalaciones y actividades en la playa

 

 

 

 

Escola del Bosc, en Montjüic

 

 

 

 

Escola de Pescadors, de la Generalitat de Catalunya

 

 

 

Cartel de promoción de libros en catalán

 

Una pequeña porción de alumnos, elegidos entre los más pobres, tenían derecho a un turno de quince días en una casa de colonias. Les daban un sombrero de paja como los de los combatientes de Cuba; ese sombrero llevaba un estampilla­do, y con él encima podías usar gratis los transportes públicos. Puesto que eras un niño, la persona que te acompañaba tam­bién viajaba gratis. Yo tuve un turno en una masía de Horta llamada Can Fargas, que a veces he buscado inútilmente, en una zona tan cambiada que ya no la conoce ni Dios Padre. Guardo de aquel lugar recuerdos tan entrañables que para siempre lo identificaré con las mañanas limpias, con los soles nostálgicos, con los pájaros libres, con las risas de los amigos, el viento entre las hojas. Quien organizó aquello no sabía el bien que nos hacía. A los niños de las galerías de atrás nos re­galaba un mundo del que los geógrafos no hablan, y que tenía cuatro límites: a un lado, un árbol en el que grabábamos nues­tros nombres; al otro, un perro y un pájaro que se habían he­cho amigos; arriba, el sol que nos embriagaba, y abajo, la ma­dre tierra a la que abrazábamos, a la que amábamos, a la que nos comíamos, porque la llevábamos en nuestras caras y nues­tras ropas. Estábamos siempre maravillosamente sucios. Los niños éramos felices.

Muchas veces, cuando lo recuerdo, siento piedad por mamá. Yo sólo tenía, como ropa decente, una camisa blanca y un pantalón blanco, que todas las noches -volvíamos a dormir a casa- devolvía convertidos en prendas de minero. Mamá los lavaba y los planchaba todos los días al amanecer, y los dejaba tan impecables que todo el mundo me llamaba «el blanco». Detrás de eso estaban los ojos y las manos de una mujer a la que no se lo agradecí nunca.

Bueno, y a veces, cuando recuerdo aquello, también siento piedad por mí mismo. Recuerdo mi humillación y mi terrible vergüenza.

Ya he dicho que se elegía, para las colonias de verano, a los más pobres de la clase. A fin de que fuera uno de los seleccio­nados, mamá me adoctrinaba: «Dile al maestro que nunca te puedes llevar un bocadillo a clase (era verdad); dile que mu­chas noches no cenamos (era mentira); dile que tendrás que pasar el verano sentado en la galería de casa (era una verdad enciclopédica); dile que lo necesitas.»

Y yo lo decía.

Me acercaba al maestro en un descanso de las clases y se lo susurraba al oído para que los compañeros no lo oyesen y no fueran testigos de mi humillación. Porque me daba una ver­güenza terrible confesar que éramos tan pobres -más aún que los otros compañeros de miseria- que no podía comer. De hecho, pedía caridad, pero eso me dolía aún más por no acabar de entenderlo, porque a los siete años yo no sabía aún bien lo que era la pobreza. Los niños tienen en los labios una canción, pero no tienen en el corazón ni un sentido social ni un juego de medidas.

Fui dos años maravillosos a Can Fargas, los veranos del 34 y el 35. El año 36 me correspondió L'Escola del Bosc, un lugar magnífico pero que estaba en Montjuïc, al lado de casa, o sea que, amigo, nada de emociones ni de aventuras hacia lo des­conocido. Y encima estábamos en julio de 1936, de modo que la cosa acabó tan mal como se quiera: acabó a tiros.

El maestro que me concedía todo aquello, el mejor maes­tro que he tenido, se llamaba señor Fernández. No recuerdo ni su nombre ni su segundo apellido, pero en algún recinto municipal constará, en algún lugar se guardará su filiación de hombre bueno, justo y amigo de los niños. En algún vacío es­tará aún su voz que nos animaba a seguir viviendo.

 

 

La República fue vencida por los sublevados franquistas, los maestros fueron represaliados –entre ellos, el señor Fernández– y su legado desapareció.

 

 

Portada del libro de Francisco González Ledesma, Historia de mis calles (Planeta, 2006)

El señor Fernández era católico -al menos, nunca nos ha­bló mal de la Iglesia, ni en las épocas más duras-, pero como maestro republicano fue luego depurado y apartado del ser­vicio en nombre de la Nueva España. No sé en qué tuvo que ganarse la vida. Fue muchos años más tarde cuando lo volví a ver, fue muchas Barcelonas después, cuando todos los niños de entonces habíamos muerto por dentro, pero cuando yo aún no sabía que me quedaba una nueva muerte.

En el Ateneo Barcelonés se celebraban, a finales de los cin­cuenta, subastas de cuadros de mediana cotización, que pare­cían ideadas para la pequeña burguesía de la época. Yo, un

abogado que empezaba a ganar dinero, pertenecía a la pe­queña burguesía de la época. Fui una tarde de sábado con mi mujer, María Rosa, y nos enamoramos de una pintura de las Ramblas que, además, era asequible. La compramos, la paga­mos y ya fuera, en el vestíbulo, un mozo nos la envolvió.

El mozo era el señor Fernández. Trabajaba en silencio, con la mirada perdida. No me reconoció, y yo no me atreví a de­cide una palabra.

Si hubiera llegado a abrir la boca, hubiera sido para po­nerme a llorar.

 

Francisco González Ledesma (Historia de mis calles, capítulo 11, “Las escuelas”)

 

 

 

 

 

 

 

 

© X. Laborda Gil, 2006

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